Castoriadis e a Democracia

¿QUÉ DEMOCRACIA?


PUEDE SER ÚTIL recordar que con la evolución de América Latina hace ya cuatro o cinco años, pero sobre todo con el derrumbe del comunismo en el Este europeo desde el otoño de 1989, no solamente los periodistas sino también algunos autores serios empezaron a hablar del triunfo de la democracia, de la marcha irresistible de la democracia sobre el planeta y otras cuestiones por el estilo. ¿Cuál democracia?
La etimología no resuelve todos los problemas de sustancia, pero a veces ayuda a pensar. Democracia: dêmos y krátos, krátos del dêmos, el poder del pueblo –como la aristocracia es el poder de los áristoi, los mejores, los nobles, los grandes; como la autocracia es el poder de autós, de sí mismo, del que no tiene que rendir cuenta al otro o a los otros–. ¿Dónde vemos hoy el poder del pueblo?
Antes de continuar, sería necesario disipar dos confusiones debidas a dos autores modernos. El primero es Rousseau. En su obra Del contrato social, la definición de la democracia es transparente, e insostenible, ya que procede de un juego puro de nociones abstractas. La democracia, tal como está concebida en Del contrato social, es la identidad del soberano y del príncipe, y consiste en la identidad del cuerpo legislativo o, en un sentido más radical, del cuerpo instituyente y de lo que llamamos actualmente el poder ejecutivo, o sea, el poder gubernamental y la administración simultáneamente. En relación con este régimen, Rousseau dice que sería excelente para un pueblo de dioses, pero no realizable para los humanos. Semejante régimen nunca existió y no podría existir, aun en una tribu de cincuenta personas. La identidad del soberano y del príncipe implica que el cuerpo político decida colectivamente todo y ejecute colectivamente sus decisiones, con independencia de su objeto: por ejemplo, reemplazar colectivamente una bombilla quemada en la sala donde sesionan las asambleas. En el contexto de semejante régimen, no puede ni debe haber ninguna delegación. Está claro que no nos referimos a esto cuando hablamos de democracia y que, por ejemplo, el régimen ateniense no se constituía de tal manera.

Aprovecho esta simple alusión a los atenienses para repetir lo que he dicho en varias oportunidades –pero no hay peor sordo…– a saber, que los atenienses nunca fueron para mí un modelo, y que no dije que no se haya hecho nada políticamente importante a posteriori. Europa moderna se creó como Europa moderna; retomó de los griegos lo que quiso y pudo retomar; sobre todo, los recreó permanentemente en función de su propio imaginario; llegó incluso mucho más lejos, especialmente en lo que se refiere a la cuestión de la universalidad, en una cantidad importante de campos. Recordando un ejemplo evidente, los griegos crearon la matemática, pero la matemática europea constituye una creación extraordinaria que rompe el cerco de la matemática griega. Grecia nos importa por el hecho de que en su seno aparecieron formas que nos hacen o pueden inducirnos a reflexionar, y que en el campo político, particularmente, muestran que algunas formas democráticas de ejercicio del poder son posibles y realizables. Esto ocurrió en colectividades de treinta mil ciudadanos. ¿Qué puede pasar cuando se trata de treinta millones o tres mil millones de ciudadanos? Esto, que es el verdadero problema de la democracia en la actualidad y que ninguno entre los pensadores de la democracia parece querer planteárselo –más bien, se esquiva el problema hablando de soberanía de la nación–, constituye otra cuestión. Volveremos sobre el asunto.
Algunas palabras ahora con respecto a la significación del término “democracia” en Tocqueville. Inmenso pensador, que llega a Estados Unidos con apenas 30 años de edad, permanece algunos meses y vislumbra cosas que nadie vislumbraba, al punto tal que, desde hace varias décadas, los politólogos y los sociólogos de Estados Unidos recurren a él para comprender la sociedad estadounidense. No es necesario, tampoco, recordar la importancia de sus reflexiones sobre el Antiguo Régimen y la Revolución. En Francia, su redescubrimiento data de apenas veinte años –y se produce, de hecho, como un recurso ideológico, a partir de la crisis del marxismo–. Curioso movimiento pendular, mediante el cual se tira por la borda a Marx –lo que de alguna manera había que hacer, por cierto, y que llevo a cabo por mi cuenta desde 1960–, pero en el que, con el agua sucia de la bañadera, se tira simultáneamente no sólo al bebé, sino también la bañadera, el baño mismo y finalmente, toda la casa. O sea, bajo el falso pretexto de que Marx habría cometido la equivocación de oponer la realidad de los funcionamientos sociales a lo que estaba escrito en los códigos, se suprime pura y simplemente la realidad sociohistórica en la que el régimen político está inmerso.

Redescubrimos, pues, a Tocqueville, lo que es excelente, y queremos que represente para nosotros al pensador de la democracia contemporánea, lo que es extraño. Aunque Tocqueville estaba en Estados Unidos a principios de 1830, describe un país que ya no existía. En realidad, describe la situación social de los tiempos de Jefferson, más exactamente, la situación social que correspondería a lo que Jefferson (salvo el tema de la esclavitud) hubiera querido idealmente como fundamento de la democracia: en otras palabras, una sociedad en la cual se realiza la igualdad de condiciones. Tocqueville no era, de ninguna manera, un formalista; no analiza disposiciones constitucionales, sino que describe una situación social (y cultural –una institución imaginaria, en el sentido que le doy a este término–) caracterizada por la igualdad de condiciones, igualdad que tendría la chance, por retomar el término de Max Weber, la probabilidad significativa de realizarse, de manera efectiva, en la sociedad. Lamentablemente, el momento en el que Tocqueville describe semejante estado de cosas en Estados Unidos es el momento en que este estado desaparece. Es la era de Jackson, la industrialización avanza a pasos redoblados, los obreros trabajan 72 horas por semana, etcétera. La igualdad de condiciones tiene mucho plomo en el ala –ya lo tenía, en realidad, desde el punto de partida–. (Dicho sea de paso, los aduladores de la república americana olvidan generalmente que los padres fundadores establecieron la Constitución con el propósito de luchar en contra de los movimientos sociales subversivos que se manifestaban en la época, las demandas de supresión de las deudas, etcétera.) ¿Cuál es entonces, en relación con el problema actual de la democracia (en 1990), la pertinencia de las descripciones de Tocqueville?
El esquema político imaginario de Jefferson era completamente clásico (grecorromano), igual al que Marx formularía admirablemente casi un siglo más tarde: “La verdadera base socioeconómica de las democracias antiguas era la comunidad de los pequeños productores independientes”. La existencia de tierras libres en Estados Unidos mantuvo una cohesión aparente en ese país durante todo el siglo XIX, hasta la clausura de la frontera. Pero ya en 1830, la gran propiedad de los esclavistas del Sur, herencia del pasado, y la rápida industrialización del Norte, que avanzaba junto con el surgimiento de las máquinas políticas corruptas y poderosas, anunciando el futuro, mostraban que el esquema ya no daba cuenta, si es que alguna vez lo había hecho, de las realidades principales de la sociedad estadounidense. De una manera u otra, oligarquías poderosas se habían apoderado del poder político.
Pero la descripción de Tocqueville era esencialmente sociológica, no política. Mejor dicho, era sociohistórica. No apuntaba tanto al poder político sino a esa enorme agitación en el imaginario de las sociedades modernas que rechaza las diferencias hereditarias de status, o en otros términos, que rechaza todo status jurídicamente permanente e inaccesible al ciudadano común. Sabemos que Tocqueville es un noble, se nota su nostalgia con respecto a algunas características del Antiguo Régimen (en parte justificada, por otro lado), los elogios a propósito de la excelencia de los individuos o de lo que Marx hubiera llamado la comunidad orgánica entre el señor y la pequeña colectividad de la cual se constituye como jefe, juez y padre. Lo que le llama la atención es el hecho de que todo esto fue erradicado de Estados Unidos o, más bien, nunca existió. La igualdad de las condiciones constituye el movimiento general de las sociedades humanas que Tocqueville proyecta, mediante una intuición genial (análoga a la de Marx, quien, a partir de algunas fábricas de Manchester, dedujo la industrialización y la capitalización del mundo), sobre el conjunto de las sociedades modernas y que las lleva a rechazar las antiguas discriminaciones sociales. Usted puede pasar el mes de julio en la Costa Azul, el mes de agosto en Biarritz, septiembre en Deauville, octubre en Escocia, noviembre en Sologna y diciembre en El Cairo, y nadie le va a preguntar si tiene derecho a proceder de esta manera. Usted tiene este derecho de la misma manera que lo tiene cualquier duque que se haya casado con una heredera estadounidense. Por supuesto, le hará falta algún dinero; pero no estamos hablando de estas cosas triviales, se da cuenta, estamos hablando de política. Pero, ¿qué es lo político? Lo político es el poder, su adquisición, su ejercicio. Encontraremos pocas cosas sobre este asunto en la obra de Tocqueville, y su concepción de la democracia es políticamente inutilizable.1 Con respecto a esta afirmación, existe una prueba suplementaria a través de un razonamiento por el absurdo, que radica en la idea de Tocqueville concerniente al despotismo democrático. Tocqueville no se refiere al caso, perfectamente realizable, en el cual una tiranía de la mayoría sería llevada al extremo, oprimiría a los individuos o a las minorías, violaría sus propias leyes (por ejemplo, la ekklesía ateniense en el año 406). Él pone la mira en una sociedad perfectamente democrática en su acepción del término, en la cual la igualdad de condiciones sería perfectamente realizada, pero donde la apatía política de los ciudadanos, su letargo conformista, dejaría todo el poder en manos de un Estado tutelar (o, quizás, en manos de un demagogo triunfante o, incluso, ¿por qué no?, de un Stalin o de un Hitler). Pero, ¿qué sería, concretamente, este Estado tutelar? No sería, por cierto, un puro concepto; sería precisamente un Estado, o sea, una pirámide burocrática poblada de subpotentados privilegiados, bien anclados en sus posiciones y que, retomando una expresión famosa, serían más iguales que los otros. Si semejante régimen conservara su carácter democrático en el sentido de Tocqueville (o sea, legalista y rechazara cualquier desigualdad de los status jurídicos), simplemente constituiría, para nosotros, lo que vemos alrededor: una oligarquía liberal, no una democracia.
La evolución de las sociedades occidentales muestra que, efectivamente, hay un movimiento hacia la igualdad de condiciones en el sentido de Tocqueville. En esto radica una de las dimensiones del rechazo del orden antiguo, que combina la tendencia hacia la realización del proyecto de autonomía individual y colectiva con la transformación capitalista del dinero como verdadero equivalente general y, por lo tanto, como sustituto general (ampliamente descrito por Balzac mucho antes de su formulación por Marx). Hay una tendencia hacia la igualdad de ciertas condiciones y, simultáneamente, una tendencia hacia la desigualdad de otras condiciones, que se reproducen constantemente y permanecen siempre con nosotros. Desde el punto de vista de la efectividad sociohistórica, no del de la letra de las leyes, vivimos en sociedades fuertemente desiguales, en lo concerniente, sobre todo, a lo que se refiere al poder en todos sus aspectos. Poco importa, en relación con esta desigualdad, el hecho de que haya renovación de las capas dominantes a través de un reclutamiento o captación de los elementos más aptos, hábiles e inteligentes de las capas dominadas.
¿Qué debemos comprender por democracia? Por cierto, no aludimos a un movimiento hacia la igualdad de cualquier clase de condiciones; ya que el judaísmo, el budismo, el cristianismo, el Islam, realizan, cada uno a su manera y con algunas diferencias entre sí, la igualdad de las condiciones más fundamentales: las condiciones metafísicas que rigen la vida (o la no-vida) eterna de los fieles. Ya me he explayado al respecto en varias oportunidades, una muy reciente en “Pouvoir, politique, autonomie” [“Poder, política, autonomía”] y “Fait et à faire” [“Lo hecho y lo por hacer”].2 Pero, con el propósito de fijar las ideas, recordaré dos puntos.
En primer lugar, la democracia es el poder del dêmos, o sea, la colectividad. Se plantea inmediatamente la pregunta: ¿dónde se detiene este poder? ¿Cuáles son sus límites? Este poder, evidentemente, debe detenerse en alguna parte, debe implicar límites. Pero además, también resulta evidente que a partir del momento en que la sociedad ya no acepta ninguna norma trascendente o simplemente heredada, no queda nada que pueda, intrínsecamente, fijar los límites donde este poder debe detenerse. De ello resulta que la democracia es, esencialmente, el régimen de la autolimitación. Los derechos del hombre, por ejemplo, constituyen tal autolimitación. En varios países tiene un carácter constitucional; en Francia, su estatuto es un poco extraño, simultáneamente constitucional y más que constitucional. A pesar de esto, no creo que haya un jurista que sostenga la imposibilidad de abolir la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en Francia de manera totalmente legítima. Una revisión de la Constitución siempre es posible y nada impide que, en ocasión de tal revisión, el Preámbulo que hace referencia a la Declaración de los derechos sea modificado, suprimido, etcétera. La idea de la Constitución no revisable es un absurdo jurídico y fáctico. Pero afirmar que la Constitución es revisable significa que sólo la actividad del constituyente –en el caso de la democracia: del pueblo– puede poner límites a esta revisión y garantizar los derechos del hombre, ciertas separaciones de los poderes, reglas como nullum crimen, nulla poena sine lege, etcétera. Todas estas disposiciones merecen que se luche por ellas. Pero todas dependen de actos explícitos del cuerpo constituyente, es decir, instituyente. La democracia es el régimen de la autolimitación, en otras palabras, el régimen de la autonomía o de la autoinstitución. Considerados en la plenitud de su sentido, estos tres términos son, en realidad, sinónimos. Éste es, también, un motivo por el cual la democracia constituye un régimen trágico. El sentido de tragedia es este mismo sentido: la cuestión del hombre es la cuestión de la húbris, no hay regla última a la que pueda referirse para escaparse de ella, ni Decálogo, ni Evangelio. El Sermón de la Montaña no me dice cuáles son las leyes que debo votar (de hecho, me dice que no es necesaria ninguna ley, que el amor basta). Debemos encontrar nosotros mismos las leyes que debemos adoptar; los límites no están trazados de antemano, la húbris es siempre posible. Sobre esto habla la tragedia ateniense, institución democrática por excelencia, institución que recuerda constantemente al dêmos la necesidad de la autolimitación. Cuando Eurípides, luego de la masacre atroz de los melianos por parte de los atenienses, hace representar Las troyanas (que los modernos consideran tan a menudo, tontamente, como un manifiesto contra la guerra; no se trata de ninguna manera de nada por el estilo), pone en escena frente a los atenienses a los mismos atenienses, o sea, a los griegos luego de la caída de Troya, como si fuesen monstruos espantosos arrastrados por la húbris e incapaces de colocar ningún límite a sus acciones. Los representa como realizando el Auschwitz o el Katyn de la época. Lo hace frente al dêmos: tua res agitur, y el dêmos, el mismo que llevó a cabo o que dejó llevar a cabo estos horrores, es quien lo corona.
Poder que no acepta ser limitado desde el exterior (no me refiero a los límites triviales como los límites naturales, por ejemplo). Pero, además, poder autoinstituyente. La democracia es un régimen que se autoinstituye explícitamente de manera permanente. Esto no significa que cambie de Constitución todos los días o todo principio de mes, sino que toma todas las disposiciones necesarias, de hecho y de derecho, para poder cambiar sus instituciones sin provocar una guerra civil, sin violencia, sin derramamiento de sangre. Por supuesto, nadie puede garantizar que la violencia será expulsada para siempre de la historia humana porque esté instaurada la democracia.
Segundo punto: ¿qué significa la igualdad en el contexto de una sociedad autónoma, autogobernada y autoinstituida? ¿Cuál es el pasaje lógico y filosófico de una (la autonomía) a la otra (la igualdad)? En primer lugar, nadie puede querer, razonablemente, la autonomía para sí sin quererla para todos. Pero además, a partir del momento en que existe una colectividad y que esta colectividad puede vivir únicamente bajo las leyes, nadie es efectivamente autónomo –libre– si no tiene la posibilidad efectiva de participar en la determinación de estas leyes. Libertad e igualdad se exigen mutuamente. Viviendo en sociedad, no puedo vivir fuera de estas leyes. (Vivir en sociedad no es un atributo azaroso del ser humano, es, justamente, ser humano. Las leyes no son un agregado, deseable o deplorable, a la sociedad; la institución es el ser-sociedad de la sociedad.) Las leyes no pueden ser definidas para cada individuo y sólo para él; esta idea está tan desprovista de sentido corno la de un lenguaje privado. El único sentido mediante el cual puedo decir que se trata de mis leyes es el que se refiere a mi participación en la formación de la ley, aunque haya sido vencido en el voto; se trata de una ley a la que apruebo o de la cual apruebo la elaboración y la adopción, ya que pude participar en su conformación.
Igualdad significa, entonces, rigurosamente hablando: igual posibilidad para todos, efectiva, no meramente escrita, para participar del poder. No se trata solamente de entrar en el cuarto oscuro; se trata además, por ejemplo, de estar informado, tan informado como cualquier otro, de lo que debe ser decidido. Hagamos la distinción entre oîkos, los asuntos estrictamente privados; el agorá, la esfera privada/pública, el lugar donde los ciudadanos se encuentran fuera del dominio político; y la ekklesía, la esfera pública/pública, es decir, en un régimen democrático, el lugar donde se delibera y se deciden los asuntos comunes. En el agorá, discuto con otros, compro libros u otra cosa, estoy en un espacio público pero que es, al mismo tiempo, privado, ya que ninguna decisión política (legislativa, gubernamental o judicial) puede tomarse allí; la colectividad, a través de su legislación, nos asegura solamente la libertad de este espacio. En la ekklesía en el sentido amplio, que comprende tanto la asamblea del pueblo como así también el gobierno y los tribunales, estoy en un espacio público/público: delibero con los otros para decidir, y estas decisiones son sancionadas por el poder público de la colectividad. La democracia también puede definirse como el devenir verdaderamente público de la esfera pública/pública –lo que en otros regímenes es un hecho más o menos privado–. No sólo en el Antiguo Régimen lo público político es asunto privado del monarca, o, en el totalitarismo, de la maquinaria del Partido; una de las múltiples razones por las cuales parece una burla hablar de democracia en las sociedades occidentales actuales es que la esfera pública constituye de hecho una esfera privada –y esto es válido en Francia como en Estados Unidos o en Inglaterra–. En primer lugar, es privada en el sentido de que las decisiones verdaderas se toman en un espacio aislado, en los pasillos o los lugares de encuentro de los gobernantes. Sabemos, de hecho, que no se toman en los lugares oficiales donde se supone que deberían tomarse; cuando llegan frente al Consejo de ministros o la Cámara de diputados, ya están echadas las cartas. Por otro lado, los considerandos (los considerandos verdaderos, en todo caso) son secretos y, en la mayoría de los casos, se impide legalmente el acceso a ellos. El plazo de acceso a los archivos públicos es de treinta años en Inglaterra; en Francia, creo que se extiende a cincuenta años. Cincuenta, treinta o diez años, incluso un solo mes, estos períodos alcanzan para lo que quiero mostrar. Esperen cincuenta o treinta años y sabrán por qué su padre, hermano o hijo murió durante la guerra. En esto consiste la democracia.
El devenir verdaderamente público de la esfera pública/pública implica que la colectividad y los poderes públicos tengan la obligación de informar realmente a los ciudadanos a propósito de todo lo referido a las decisiones que hay que tomar, información que necesitan para poder tomar estas decisiones con conocimiento de causa.

Previo, pues, a toda discusión sobre la cuestión democracia directa o “democracia” representativa, constatamos que la democracia actual es cualquier cosa salvo una democracia, ya que la esfera pública/pública es, de hecho, una esfera privada, y constituye la propiedad de la oligarquía política y no del cuerpo político.
Pero, cuando decimos “igualdad significa la igualdad efectiva de participación de todos”, no se habla, evidentemente, del solo hecho de acceder a la información. En este caso está implicada la capacidad efectiva de juzgar –lo que conduce directamente a la cuestión de la educación–, así como está implicado el tiempo necesario a la cuestión de la información y de la reflexión –cuestión que conduce, también de manera directa, al asunto de la producción y de la economía–. Por otro lado, es necesario recordar, frente al despliegue abusivo de la demagogia y de la sofística contemporáneas, que se trata de igualdad política, de igualdad de participación en el poder. La igualdad no significa que la colectividad se comprometa a que todo el mundo sea capaz de correr los 100 metros en 10 segundos o de tocar a la perfección los Estudios de Chopin, o a que todos los chicos puedan aprobar todas sus materias con las mismas notas –o incluso al simple hecho de que todos puedan pasar de grado y punto–. Esto no tiene nada que ver con la igualdad política (aunque, así como lo indican ciertas evoluciones de la sociedad contemporánea, esto puede tener que ver con la noción de igualdad de Tocqueville).
Autores recientes trataron de definir la democracia a partir de otras consideraciones; por ejemplo, convirtiéndola en el régimen de la indeterminación o en el régimen que suprime la unidad de norma entre diferentes sectores sociales, o la unidad entre el saber y el poder. También se pudo escribir que es el régimen de la apertura –fórmula en la que, salvo su confusión, puedo reconocer cosas que yo mismo escribí–. Pero estamos hablando de sociedades occidentales contemporáneas. En estas sociedades, cualquier filósofo político de los tiempos clásicos hubiese reconocido regímenes de oligarquía liberal: oligarquía, ya que una capa definida domina la sociedad; liberal, ya que esta capa deja a los ciudadanos una cierta cantidad de libertades negativas o defensivas. ¿Cuál es pues, en la actualidad y en el seno de estas sociedades, el contenido concreto de esta apertura? Se trata del conformismo generalizado. ¿Y cuál es el contenido de la indeterminación de estos regímenes? En la medida en que el funcionamiento de un régimen sociohistórico pueda ser determinado –evidentemente, nunca puede llegar a serlo, aun cuando se trate de una tribu salvaje o de un régimen totalitario: un régimen sociohistórico no es ni una máquina ni un universo newtoniano–, este régimen de la supuesta indeterminación está perfectamente determinado por mecanismos informales, reales, esencialmente distintos de las reglas formales (jurídicas), pero permitidos y cubiertos por estas últimas, que aseguran, en la medida de lo posible (ya que hay sorpresas en cualquier parte, hasta en Rusia o en China; la historia es la sorpresa), la reproducción de lo mismo. Es esta la reproducción que constatamos en las sociedades democráticas contemporáneas, si hacemos abstracción, una vez más, de lo imprevisible y de lo indeterminado, que están en el corazón de todo régimen sociohistórico. Reproducción de lo mismo en el plano económico, en el plano político, en el plano cultural.
¿Podemos decir que los diferentes sectores aplican normas diferentes, que actualmente no existe una norma que se imponga a todos los sectores? Resulta gracioso constatar que se invoca esta diferenciación o separación de normas (con la cual, dicho sea de paso, el joven Marx constituía, por cierto equivocadamente, la definición misma de la alienación) durante un período en el cual dos normas, y solamente dos, se imponen cada vez más (evidentemente, nada puede imponerse de manera absoluta): la norma jerárquico burocrática, en el interior de las grandes organizaciones de toda clase (productivas, administrativas, educativas, culturales), en cuyo seno transcurre la vida de casi todo el mundo; la norma del dinero, en cualquier lugar donde prevalecen los dispositivos del seudo mercado contemporáneo. Esta mezcla de la norma del dinero y de la norma jerárquico burocrática alcanza para seguir caracterizando las sociedades liberales ricas como sociedades de capitalismo burocrático fragmentado.
La disociación del saber y del poder constituye una idea confusa en varios aspectos, que adquiere su sentido aparente sólo por oposición a La República de Platón y a las pretensiones del régimen estalinista (que, en realidad, era el poder de los ignorantes). Los reyes de Francia eran monarcas no por el hecho del saber, sino porque Dios lo había dispuesto de esta manera. Hasta Hitler no pretendía que sabía, pero afirmaba que encarnaba el destino y la misión de la raza alemana. En cuanto a lo deseable, esta disociación no dice nada más que el mito de Protágoras en el diálogo del mismo nombre: la política, lo escribí decenas de veces, no es una cuestión de epistéme sino de dóxa –y esta es la única justificación que no pasa por un procedimiento jurídico del principio mayoritario–. Y al afirmarlo, no agotamos el asunto, ya que todas las dóxai no son equivalentes, y existe un tipo de saber en política que no es ciencia sino una cuestión de juicio, de prudencia y de verosimilitud (es el motivo por el cual Platón despreciaba a los retóricos, mientras Aristóteles escribía una Retórica). En cuanto a la realidad contemporánea, tiende más bien a llevar a cabo lo opuesto a esta disociación. Se puede apreciar esta tendencia en toda estructura jerárquico burocrática, en la que el director, el profesor titular o el jurado de examen tienen necesariamente la razón (el poder pretende detentar el saber). Se pone de manifiesto, además, en la actitud de la población, en la medida en que se interesa por la política. ¿Por qué motivo éste o aquél es bueno para dirigir (el Estado, el partido, etcétera)? Porque sabe: el (seudo) saber legitima el poder. El hecho de que, precisamente, se trate casi siempre de un seudo saber importa poco en este sentido (pero en otro sentido, puede ser evidentemente relevante).
Esto no nos impide de ninguna manera clasificar a las sociedades occidentales aparte de los otros regímenes sociohistóricos conocidos. En estas sociedades se puso de manifiesto, a partir de Grecia y bajo modalidades diferentes, el proyecto de autonomía individual y colectiva. Las luchas y las revoluciones que este proyecto inspiró, así como las modificaciones lentas pero de gran magnitud de las conductas de los individuos, llevaron a la institución explícita e implícita de disposiciones que, si no pudieron realizar efectivamente la autonomía y el autogobierno, convirtieron de todos modos a estas sociedades en sociedades abiertas, en las que es factible la disputa interna, y donde los individuos y los grupos gozan de ciertos derechos y de ciertas libertades que vuelven posible, de una manera formal y hasta cierto punto efectiva, una reflexión independiente y una oposición a las autoridades establecidas. Estos derechos y libertades constituyen el resultado y la herencia del movimiento anticipatorio que animó a Occidente desde hace siglos. Es su existencia, pero también su carácter esencialmente negativo y defensivo, lo que permite calificar a los regímenes políticos occidentales de oligarquías liberales y, a las sociedades que los sostienen, de sociedades relativamente abiertas. Una segunda pregunta, sobre la cual volveré al final de esta exposición, es en qué medida los procesos sociohistóricos efectivos que se desarrollan a la vista no constituyen una preparación para una nueva clausura de dichas sociedades.
Una buena parte de las discusiones contemporáneas, por lo menos en Francia, se desarrolla como si existiera una esfera política totalmente independiente del resto de la vida social, o bien determinante de este resto (materialismo histórico invertido). Esta esfera política está sometida a la polémica con un criterio que no depende de la realidad de los procesos, de los dispositivos, de los mecanismos efectivos, ni tampoco del verdadero espíritu de las leyes, sino de la letra de las leyes. De esta manera, se borra lo real en beneficio de lo formal, lo implícito en beneficio de lo explícito, lo latente en beneficio de lo manifiesto. Las construcciones racionalizantes que en la actualidad se consideran como filosofía política se despliegan mediante el olvido o el ocultamiento de la efectividad del régimen sociohistórico en el que vivimos.
Lo que sucede, en este sentido, en cuanto a la representación, es particularmente divertido. Aquellos que hoy escriben sobre la política no brindan ninguna filosofía de la representación. No he visto, en ninguna parte, una fundamentación o una dilucidación de lo que podría ser en realidad una representación política, ni sé en qué podría consistir. ¿Podríamos concebir, en general, en la conceptualización jurídica occidental, alguna regla que me impidiera modificar mi testamento o revocar una delegación de poderes que se constituye supuestamente para mi propio interés (y no contractual): La representación significa que acordamos, en nuestro propio interés (y no en el interés de los representantes también), para un período de cuatro, cinco o siete años, no importa, una delegación irrevocable de poder para alguien. Pero un mandato irrevocable que considerara solamente el interés del mandante, aunque fuese por un tiempo limitado, desconocido por supuesto en el derecho privado, es absurdo, imposible de construir jurídicamente. El mandatario, delegado, representante, existe como tal solamente para expresar la voluntad del representado y puede establecer el lazo con este último únicamente en la medida en que lo expresa. Pero con el sistema representativo, la colectividad entrega un mandato irrevocable por un largo período a representantes que pueden actuar produciendo situaciones irreversibles –de tal manera que ellos mismos determinan los parámetros y la temática de su reelección–.
Estas mismas elecciones constituyen una resurrección impresionante del misterio de la Eucaristía y de la Presencia real. Cada cuatro o cinco años, un domingo (jueves, en Gran Bretaña, donde el domingo está consagrado a otros misterios), la voluntad colectiva se licua o se transforma en fluido, se recolecta gota por gota en vasijas sagradas/profanas llamadas urnas y; a la noche, gracias a algunas operaciones suplementarias, este fluido, condensado cien mil veces, es trasvasado en el espíritu, a partir de este momento transubstanciado, de algunos centenares de elegidos.
No hay filosofía de la representación sino una metafísica implícita; tampoco hay análisis sociológico. Quién representa a quién y de qué manera lo representa? Han caído en el olvido, sin discusión alguna, las críticas a la democracia representativa iniciadas con Rousseau, considerablemente ampliadas desde entonces y convalidadas sin restricciones por la observación más superficial de los hechos políticos contemporáneos. Se ha borrado el hecho de la alienación de la soberanía de los que delegan en los delegados. Esta delegación debe ser, supuestamente, limitada en e tiempo. Pero apenas instaurada, se termina todo. Rousseau estaba equivocado en este sentido: Los ingleses ni siquiera están “libres cada cinco años”, ya que, a lo largo de estos cinco años, las supuestas opciones a propósito de las cuales los electores serán llamados a pronunciarse habrán sido completamente predeterminadas por lo que los diputados hayan hecho entre dos elecciones. Aquellos quinquenios tienen efectos acumulados, evidentemente, y la elección del elector se encuentra reducida a grandiosos dilemas: Miterrand o Chirac, Bush o Dukakis, Thatcher o Kinnock, etcétera. A partir del momento en que un pequeño cuerpo político existe separado del resto, no puede hacer otra cosa que cuidar sus propios poderes e intereses y comulgar en secreto con los otros poderes reales formados en la sociedad, especialmente los económicos.
Seguramente, Marx habría dicho que todo esto no es más que una vulgar realidad empírica, una realidad judeo fenoménica. ¿Qué nos importa el relato de estas anécdotas irrisorias como, por ejemplo, la relación de casi todos los senadores estadounidenses en el escándalo de Savings and Loans (cuyo costo está estimado en 700 mil millones de dólares), y las estimaciones permanentemente sobrevaluadas? ¿Acaso mil millones de dólares constituyen un concepto político? Evidentemente no. “Usted olvida, señor, que esos objetos son indignos de nuestro pensamiento que considera únicamente lo político y la esencia de la democracia, esencia que consiste en el hecho de que el sitio del poder está vacío y que nadie puede pretender ocuparlo.” “Nos va a tener que disculpar, pensábamos tontamente que las decisiones de mandar a matar a la gente, de hundirlos en la desocupación, de confinarlos en guetos, tenían que emanar de un lugar de poder fuertemente ocupado.”
Por cierto, hay elecciones en Estados Unidos, para el Senado y la Cámara de los representantes. Además –habría que ser políticamente analfabeto para ignorarlo–, es un hecho comprobado, que nadie allá pone en duda, que está admitido con el mismo grado de certeza sobre que Washington es la capital federal, que una vez elegido senador, uno se convierte en senador de por vida, salvo que ocurra un accidente. ¿Por qué? Porque ser elegido senador exige dinero, mucho dinero (concepto no político para el financiamiento de las campañas electorales, que incluye la televisión, etcétera), y que este dinero está suministrado por los Comités de Acción Política (Political Action Committees, PAC) previstos por la ley estadounidense, que reglamenta sus actividades y los límites de las contribuciones económicas de manera bastante estricta, por lo menos por escrito. ¿Quién suministra dinero a los PAC? Probablemente no es el vagabundo drogadicto del vecindario. Más bien, se trata de gente que tiene, al mismo tiempo, dinero y razones para entregarlo al PAC republicano y no al PAC demócrata, o viceversa. Y se sabe, más o menos, quién entregó tal cantidad de dinero –así como se sabe con precisión qué ley votó tal senador–. El dinero será suministrado por aquellos que lo tienen para los que votan como corresponde. Pero cuando un senador dispone del dinero de un PAC más rico que el PAC de su adversario, está prácticamente asegurada su reelección. Y, de hecho, son muy escasos, por no decir inexistentes, los casos de senadores en posesión de su cargo (incumbents) que han sido derrotados en las elecciones.
Esto en cuanto a la realidad de la representación. Pero en verdad no hay que hablar de la realidad de la representación por el simple hecho de que estamos peleando con molinos de viento. Porque, en la mayoría de los casos, los representantes elegidos no disponen prácticamente de ningún poder. ¿Qué poder tiene el Parlamento francés? ¿O incluso el Parlamento inglés? Casi ninguno. Los poderes pertenecen a instancias políticas extra parlamentarias, los partidos políticos, y en todos los casos, al partido mayoritario. Realidad política fundamental del mundo moderno, gloriosamente ignorada por parte de nuestros pensadores políticos, y que concentra en sus manos el poder efectivo. Se habla de separación de poderes; ¿qué separación de poderes? El partido mayoritario dispone del poder legislativo; dispone, además, del poder que se llama, de manera hipócrita, ejecutivo, para dar a entender que no hace otra cosa que ejecutar las leyes, lo que es una tontería: el poder ejecutivo no ejecuta nada, decide y gobierna. Los que ejecutan son los oficiales de justicia y las dactilógrafas. El poder ejecutivo es, en realidad, el poder gubernamental; toma decisiones que no son predeterminadas por ninguna ley. No aplica la ley, actúa en el contexto de las leyes, lo que es completamente diferente. Sus decisiones son, en los casos importantes, discrecionales y sin apelación posible. ¿Acaso el Consejo de Estado, esta admirable institución, puede anular actos del gobierno? Sí, al tratarse de actos triviales; no, cuando se trata de actos verdaderamente importantes, que el mismo Consejo califica muy correctamente como actos de gobierno (affaire Couitéas, 1912), con respecto a los cuales ya determinó que no pueden ser atacados ni por exceso ni por abuso de poder. Evidentemente, lo esencial de los actos de un gobierno son precisamente... actos de gobierno. Los actos administrativos son, comparativamente, de un interés secundario, aun cuando resulta importante preservar a los ciudadanos de la arbitrariedad de los subprefectos.
El partido mayoritario domina, entonces, el poder legislativo, el poder gubernamental y controla la administración propiamente dicha (nominaciones a centenares o millares de puestos importantes). En cuanto al poder judicial, tenemos que considerar la cuestión con una dosis modesta de realismo y de sentido común. Antes de la instauración constitucional de la separación de los poderes (que, por otro lado, en Europa Occidental, se anticipa por varios siglos a la Revolución, en lo relativo a los tribunales), podemos poner en duda el hecho de que el monarca absoluto haya alguna vez intervenido en los asuntos entre campesinos o comerciantes, los juicios a los ladrones, etcétera. Aun en la actualidad, el poder no tiene ningún motivo ni interés para intervenir en el funcionamiento del aparato judicial cuando se trata de asuntos civiles o criminales corrientes. Pero tiene buenas razones v grandes posibilidades de intervenir en los asuntos que le importan; y es lo que ocurre habitualmente. A partir del momento en que se trata de un asunto que presenta un costado político, el gobierno puede hacerse presente de diversas maneras, y efectivamente lo hace. En Francia: gendarmes de Nouméa, amnistía de los diputados, Urbatechnique, etcétera. En Gran Bretaña, desde hace una decena de años se acumula toda una literatura referida a la declinación de las libertades británicas (¡pobre Burke!). La situación sigue siendo todavía muy diferente en Estados Unidos (donde, por otro lado, asistimos a una hipertrofia del poder judicial correlativa al bloqueo progresivo de los mecanismos legislativos); pero con el packing (atosigamiento) de la Corte Suprema por parte de los tres últimos presidentes americanos, esta Corte se orienta políticamente en función de las opciones políticas de los jueces nombrados por el presidente (y confirmados por el Senado).
Por lo tanto, hablar de separación de los poderes es, actualmente, un engaño en gran parte –y es también un engaño hablar de representación–. Los representantes son parlamentarios; la mayoría (y también la minoría) hace lo que le indica el líder (o la dirección) de su partido. Esto es lo que ocurre en los países verdaderamente parlamentarios (por ejemplo, en Inglaterra, la madre de los parlamentos). O bien, como ocurre en Francia, la mayoría hace lo que el presidente le dice al primer ministro con respecto a lo que ella debe hacer, salvo cuando el presidente considera que se trata de asuntos de intendencia y deja que se arregle sola. Este fenómeno fundamental, tanto desde el punto de vista de la realidad como del pensamiento político (por ejemplo, ¿qué pasaría con los partidos en una verdadera democracia?), permanece ignorado, con la excepción de Robert Michels, que había abordado todas estas cuestiones. Tenemos que mencionar, por cierto, a Max Weber y a algunos otros desde entonces. Agreguemos solamente –cuestión también conocida desde hace mucho tiempo– que los partidos no son simples agrupamientos de opiniones, ni tampoco agrupamientos de intereses. Lo esencial de los partidos contemporáneos consiste en que ellos mismos son aparatos burocráticos dominados por clanes que se autorreclutan; vean lo que pasó en el congreso socialista de Rennes. o en el RPR, etcétera. Evidentemente, es posible que mañana en Inglaterra, luego de diez años de thatcherismo, un reflejo de autoconservación de los conservadores los lleve a expulsar a la señora Thatcher para no perder las elecciones.4 Esto significará, simplemente, que el clan (o los clanes, luego de la pelea y de la solución de compromiso) que está en la cima del partido conservador entenderá que no puede ser salvado si no sacrifica a su gloriosa líder. No hay nada democrático en este hecho, se trata de un proceso viejo como el mundo, del cual encontraremos analogías en los imperios antiguos, así como en las dictaduras contemporáneas, y hasta en la lógica de la sucesión de un Dillinger o de un Al Capone. Lógica de todas las estructuras fuertemente jerarquizadas, dominadas desde la cumbre por un grupo con un líder más o menos poderoso y carismático, y que no tiene nada que ver con la democracia.
Por lo tanto, la realidad de los partidos está completamente dejada de lado. Lo mismo ocurre con la naturaleza del Estado. El Estado está implícitamente representado como un operador abstracto de unificación de la sociedad. No se tiene en cuenta su estructura de aparato jerárquico burocrático fuertemente autónomo y separado de los administrados. No insistiré más sobre la cuestión del Estado, salvo para asombrarme una vez más frente a una filosofía política que ni siquiera menciona su nombre.
En un número reciente de Débat, Marcel Gauchet, haciendo una especie de repaso del estado de la humanidad en general y de Francia en particular en 1990, habla excelentemente del electroencefalograma plano del partido en el poder, es decir, del Partido Socialista. Fórmula muy acertada, pero, ¿por qué limitarla al partido en el poder? Los electroencefalogramas de los señores Chirac, Pasqua, Giscard, etcétera, no en calidad de individuos, por cierto, sino como jefes políticos, ¿serían manifiestamente menos planos que el del PS? La duda es legítima, si nos atenemos a los productos de estos encefalogramas. ¿Y por qué limitarse a Francia? En Estados Unidos, todo el mundo se lamenta desde hace décadas, sobre todo desde el año 1980, sobre la nulidad del Partido Demócrata; todo el mundo constata que no tiene ideas ni nada para decir, y si no fuese por esa obsecuencia, que es costumbre, hacia el presidente y por el bluff continuo de la era Reagan, se habría dicho –ya se dice– lo mismo con respecto al partido gobernante. La chatura de los encefalogramas políticos es universal. En igual medida, esto es válido en Alemania, por ejemplo –de allí la sorpresa divina para el canciller Kohl: los acontecimientos convierten a un hombre considerado por todos como nulo en un gran canciller que llevó a cabo la unificación de Alemania–. El pobre hombre no tuvo nada que ver con esto. Y que no se diga que podría haber fallado: no se nos ocurre cómo hubiera fracasado en dicha unificación.

Yo escribía, ya desde el año 1960, sobre la ausencia de imaginación de los hombres políticos contemporáneos.5 Desde entonces, las cosas se pusieron cada vez más pesadas. Pero tenemos que llegar más lejos. ¿Por qué motivo, pues, este electroencefalograma es plano? ¿Acaso la humanidad se ha degenerado durante algunas décadas? ¿Es casualidad el hecho de que el electroencefalograma de los partidos en Francia –”tierra clásica de la política”, decía Marx– sea plano? ¿Este hecho no significa nada en relación con esta sociedad? ¿Todo lo que sabe hacer una sociedad democrática es, por lo tanto, llevar al poder a partidos con el electroencefalograma plano? ¿En qué consiste una democracia gobernada por hombres en semejante estado? Así como un médico no se satisface con constatar que la presión arterial del paciente está muy alta, sino que se pregunta cuál es la causa de esta situación, debemos preguntarnos por qué este encefalograma es plano. Esto nos debe conducir a un análisis profundo de todo el organismo sociohistórico considerado y de las razones que lo llevan a producir estructuras dirigenciales tan lamentables.
Otro punto que brilla por su ausencia en el pensamiento político contemporáneo: la pesada y masiva realidad de la nación. ¿De qué manera la universalidad de los principios a los cuales se remiten para fundar la democracia puede conciliarse, por otro lado, con la multiplicidad de las soberanías nacionales (cuya gran mayoría, dicho sea de paso, funciona sobre la violación constante de estos principios)? ¿En qué consiste filosóficamente la soberanía nacional? Macizo amontonamiento de hechos en bruto, frente a los cuales la filosofa baja los brazos o lleva a cabo compromisos vergonzosos con la realidad. Parecería que, contrariamente a un autor muy conocido de fines del siglo XVIII, nuestros filósofos nunca se encontraron con franceses, ingleses, polacos, turcos, griegos, etcétera: siempre tuvieron un trato con hombres.
Finalmente, lo más importante, parecería que la estructura capitalista burocrática de la sociedad no tendría efecto en relación con su funcionamiento global o político. No se trata de las sesenta o doscientas familias, ni de los señores con chambergo y gruesos cigarros que comprarían los gobiernos. La cuestión no radica allí. La verdadera cuestión es la de las estructuras antropológicas que corresponden a las estructuras socioeconómicas, es decir, de las estructuras psicosociales del individuo contemporáneo, de su manera de actuar y de insertarse en la sociedad, y de lo que el mismo funcionamiento de la sociedad tiende a producir y a reproducir en cuanto a conducta. Se pasa por alto, lisa y llanamente, el imaginario social dominante a partir del cual está estructurado el individuo contemporáneo. De hecho, es lo que ocurre cuando se habla del individualismo –o, como Pierre Rosanvallon esta mañana, del “advenimiento del individuo”–. Como si este individuo estuviera completamente indeterminado o como si existiera un individuo en sí y para sí que surgiera con la pretendida democracia.
En realidad, el que adviene con el capitalismo moderno es un individuo muy particular: estos hombres, estas mujeres, y no cualquier hombre o cualquier mujer. ¿Quiénes son? No son ciudadanos de Bamako ni florentinos del siglo XV ni rusos de los tiempos de las convulsiones sociales; son hombres y mujeres del capitalismo de este siglo XX que termina. No nos toca considerar al inconsciente más profundo de ellos, ni tampoco podemos hacerlo; basta considerar sus manifestaciones sociales, sus actividades, sus inclinaciones, la manera en que crían a sus hijos, etcétera. Son aquellos individuos que otorgan su contenido concreto al individualismo.
Pero la ideología circulante quiere construir todo el sistema político sobre la idea de un individuo fuera del contexto histórico y social. Pretende otorgarle –o reconocerle– la autonomía más amplia posible, sin tratar un segundo la cuestión del contenido de esta autonomía y de su uso (esta despreocupación sería, quizás, defendible desde un punto de vista kantiano, o sea, desde la perspectiva de una filosofía sin carne ni hueso). Se comprueba que el individuo contemporáneo utiliza las libertades que le otorga el régimen para llevar a cabo actividades aparentemente inofensivas: ir a los supermercados, manejar su coche, mirar televisión, etcétera. Sin embargo, es legítimo preguntarnos, desde el punto de vista filosófico, qué pasaría si este individuo otorgara otro contenido a su autonomía; o si se comprobara que sus actividades no son tan inofensivas –por ejemplo, porque son, directa o indirectamente, contaminantes o destructoras del medio ambiente–. Pero fundamentalmente, lo que convierte a este individuo en autónomo no tiene, por supuesto, ninguna característica individual, salvo en relación con su anclaje material: se trata de lo social lisa y llanamente, y esto ocurre en la sociedad contemporánea casi en la misma medida que en una sociedad tradicional. Hace lo que aprendió o lo que está inducido a llevar a cabo, y en este preciso momento, a las 22 horas 25 minutos, la mayoría de los hogares en Francia está a punto de apagar su televisor, que encendieron casi todos alrededor de las 20 horas, y de ir a la cama al unísono.
El mismo derecho, así como está concebido por los pocos portavoces coherentes del individualismo, no es susceptible de ninguna justificación razonable. Un individualismo verdaderamente consecuente con sus premisas debería limitar las reglas socialmente sancionadas a las que se desprenden únicamente del principio “está prohibido llevar a cabo aquello que interfiere con la autonomía del otro”, y se mantienen, más allá de este principio, estrictamente formales y procesales.6 Pero es imposible concebir un sistema de normas de derecho totalmente privadas de un contenido sustantivo mínimo, superando la simple preservación de la libertad de cada uno. En primer lugar, no hay nada en esta libertad y sus supuestos –ni siquiera la integridad corporal– que sea absolutamente natural, lo que significa, en otras palabras, radicalmente independiente de toda institución sociohistórica de la humanidad. (Asimismo, tanto Nozick como Rawls ignoran totalmente su provincialismo histórico, considerando como natural aquello que está más o menos establecido en su país actualmente.) Luego, tenemos disposiciones necesariamente presentes en el Código penal y en el Código civil que no pueden ser justificadas fuera de consideraciones sustantivas. La querella a propósito del derecho al aborto, por ejemplo, no puede ser resuelta si no se recurre a argumentos relativos a la sustancia, dando prioridad a la libertad sectorial presente de una mujer a la libertad total pero simplemente potencial y futura de un embrión –o a la inversa–. La determinación de la mensualidad en concepto de alimentos que debe desembolsar un padre divorciado para sus hijos se hace teniendo en cuenta los medios económicos de este padre; en otras palabras, no tiene nada que ver con la libertad de los hijos, sino que incorpora un principio de mantenimiento hereditario de la repartición existente de los recursos económicos. (Por otro lado, todo el derecho de sucesiones no tiene estrictamente nada que ver con la preservación de una autonomía individual cualquiera –salvo si se otorgara una libertad integral para escribir el testamento, cosa que me parece que no ocurre en ningún país–) La sociedad no tiene ninguna proyección en el tiempo si no tiene niños socializados, es decir, criados y educados de cierta manera. Hacer nacer a un niño en un país en vez de otro ya restringe su libertad, así como criarlo de tal manera y no de otra, enseñarle en la escuela esto en vez de aquello. ¿Acaso es necesario que, para preservar la libertad del niño, el Estado gendarme deba arrancárselo desde su nacimiento a sus padres (por lo tanto, criarlo y educarlo según sus normas, las del Estado); o quizás los padres deberán preservarlo de toda influencia externa, incluyendo la propia? Si debe mantenerse un Estado en condiciones mínimas para sancionar las reglas mínimas de coexistencia social, sus gastos de funcionamiento deben ser cubiertos; nos gustaría enterarnos de en qué consistiría una fiscalización absolutamente neutral en cuanto a sus efectos sociales.
Sería lógica y realmente imposible la existencia de normas colectivas, triviales o no, sin que se tomara en consideración algo situado más allá de los individuos: un bien común cualquiera, que trate de la felicidad de la mayoría, del poder del Estado o del tirano, de las posibilidades que habría que suministrar a los superhombres para que se puedan desarrollar sin verse contaminados por la moral de los esclavos, de la justicia, de la pureza de la raza o de cualquier otra cosa. Realmente, ya que todo sistema de normas se inspira, necesariamente, en la promoción de valores sustantivos y conduce de manera ineludible a ellas. Lógicamente, porque en el todos de la norma se encuentra necesariamente implicado algo que trasciende al individuo. En el más simple de los casos, para preservar la autonomía de cada uno, la norma debe interferir en la autonomía de cada uno, lo que es decir de todos. Este todos anónimo e indefinido no es ni un individuo determinado ni una colección concreta de individuos determinados, sino la posibilidad abstracta de continuar la vida social como tal. Si esta continuidad no está planteada como valor indiscutible, nada en la metafísica individualista puede detener la argumentación conocida, que empieza con Callicles y Tarismaco, pasando por Sade, hasta llegar a Stirner y Nietzsche. Si está planteada, conlleva normas y decisiones con un contenido sustantivo que van mucho más allá de las reglas formales y de los procedimientos que preservan la libertad individual.
Lo que podríamos llamar la respuesta de Hobbes a Callicles –ningún hombre es lo suficientemente fuerte como para enfrentar la coalición en su contra de una multitud de débiles– tiene sentido sólo en el terreno radicalmente presocial en el cual se coloca Hobbes para las necesidades de su construcción. Cuando los humanos están totalmente embrutecidos, cuando todavía no saben enredarse unos con otros con lindas palabras, magia y milagros, revelaciones divinas, maniobras de división, etcétera, la fuerza bruta sería, efectivamente, la vencedora. Pero toda la historia de la humanidad testimonia aquí en contra de tal posibilidad, ampliamente constituida por la dominación de los reyes sagrados, por las oligarquías minoritarias, por los dictadores, los emperadores, los partidos instalados en el poder, etcétera. La construcción de Hobbes intenta extraer un hecho ficticio de un derecho totalmente relativo. Ficticio no porque tal estado de naturaleza nunca pudiera existir (cosa probablemente cierta), sino porque, de haber existido, no hubiera sido un estado de colectividad humana, o sea, una colectividad de seres hablantes y, por lo tanto, creadores de imágenes y de instituciones.
La ideología liberal contemporánea oculta la realidad sociohistórica del régimen establecido. Oculta además una cuestión decisiva, la del fundamento y de la correspondencia antropológica de toda política y de todo régimen. Cuestión que obsesionaba a los filósofos que han escrito sobre política: Platón, Aristóteles, Hobbes, Spinoza, Montesquieu, Rousseau, Kant. Un hombre democrático no es cualquier individuo, y estamos experimentándolo. Hicimos también esta experiencia, dramáticamente, a través del desarrollo opuesto de los recientes acontecimientos en Checoslovaquia, por un lado, y en Rumania, por el otro.
Corno siempre, el contenido antropológico del individuo contemporáneo no es otra cosa que la expresión o la realización concreta, en carne y hueso, del imaginario social central de la época, que moldea el régimen, su orientación, los valores, aquello por lo cual vale la pena vivir o morir, el empuje de la sociedad, incluso sus afectos –y los individuos llamados a permitir la existencia concreta de todo esto–. Sabemos que este imaginario central de la época es, cada vez en mayor medida, el imaginario central capitalista, expansión ilimitada del pretendido dominio supuestamente racional –de hecho, del dominio de la economía, de la producción y del consumo–, y cada vez menos el imaginario de la autonomía y de la democracia.
Tenemos que ver además, bajo esta perspectiva, la innovación capitalista a la cual se refería Marcel Gauchet. En la medida en que existe, esta innovación no es tampoco cualquier innovación: orientada por el imaginario capitalista, se encamina hacia cierto sentido y excluye a otros. Nuestra época la conoce sobre todo como innovación tecnológica, productiva, comercial, financiera; casi no existe la perspectiva de innovación política, artística, cultural, filosófica.
Es necesario ahora llevar a cabo una larga digresión sobre economía. Hablaba anteriormente del analfabetismo a propósito del régimen representativo; repetiré la expresión, más enfáticamente aún, a propósito de la economía y del capitalismo. Se habla ahora en cualquier parte del “triunfo de la economía de mercado sobre la planificación”. Pero no hay un verdadero mercado en los países capitalistas, así como no existía una planificación en los países burocráticos totalitarios. En resumen: no hay mercado bajo el régimen capitalista, ya que donde existe el capitalismo, no hay mercado; y donde hay mercado, no puede haber capitalismo. Existe solamente un seudomercado, que constituye un oligopolio, totalmente imperfecto e irracional. El hecho de que este mercado funcione mil millones de veces mejor que el aberrante delirio burocrático ruso u otro es indiscutible, como también es infinitamente preferible vivir aquí y no allá. Pero esto no significa que mercado y capitalismo sean sinónimos ni que el seudomercado capitalista sea el mecanismo óptimo de asignación y de reparto de los recursos que se pretende. El mercado existe por lo menos desde los fenicios; existía con los griegos y los romanos, muy desarrollado en el mundo mediterráneo. Tuvo una considerable regresión durante la verdadera Edad Media (del siglo V al siglo X), y luego se desarrolló de nuevo paralelamente a la constitución y al desarrollo de la burguesía. Después, fue tomado por el desarrollo del capitalismo, pero para que adquiriera su forma capitalista, fueron necesarios, simultáneamente, la violencia y la intervención del Estado, como lo demostraron ampliamente tanto Marx como Karl Polanyi. Este mercado, infinitamente más eficiente como medio de intercambio que cualquier asignación arbitraria de recursos, como puede ser la seudoplanificación burocrática, no tiene nada que ver en su realidad con este mecanismo que optimiza racionalmente esta asignación, tal como está descrito idílicamente por los manuales de economía política destinados al uso de los estudiantes.
La racionalidad del mercado exigiría que hubiera:
1) Competencia perfecta entre empresas. No existe; vivimos en el capitalismo que es necesariamente una economía de oligopolios, monopolios, acuerdos explícitos o tácitos, etcétera.
2) Información perfecta de los consumidores. Bastaría tratar de visualiza: lo que aquello significaría para ver que se trata de un absurdo.
3) Información perfecta de los productores. La misma observación que la anterior.
4) Fluidez perfecta de los factores de producción, o sea, no solamente movilidad sino además transformabilidad completa de las unidades concretas del capital y del trabajo. Esto, rigurosamente, implica aseveraciones como que se pueda transformar, instantáneamente y sin costos, los inmuebles en aviones, o que los portuarios desocupados de Marsella puedan convertirse, sin gastos y sin demora, en programadores en Maubeuge (y por qué no, en azafatas en Atlanta). Significa, en otros términos, que en esta economía soñada no existen ni fricciones ni pérdidas, ni irreversibilidad costosa de las decisiones; vale decir que no existe el tiempo y que los obreros son capitalistas (pudiendo hacerse cargo sin ningún problema de todos los gastos de toda formación que les pareciera ventajosa).